Una nueva ola de vigilancia digital está tomando forma en Estados Unidos, lejos del radar de muchos usuarios y con matices que recuerdan a un control moral del siglo XIX. Aunque la narrativa dominante sigue exaltando la libertad de expresión, lo cierto es que las plataformas digitales enfrentan nuevas restricciones que moldean silenciosamente lo que se puede y no se puede decir online.
En octubre de 2025, varias organizaciones de derechos digitales encendieron las alarmas ante iniciativas legislativas que buscan imponer mayores filtros al contenido en redes sociales y buscadores. El argumento central es la protección contra la desinformación y los discursos de odio. Sin embargo, detrás de esta premisa, se esconde un riesgo creciente: delegar en algoritmos la definición de lo correcto, lo seguro y lo moralmente aceptable.
La censura digital no siempre grita: a veces susurra
A diferencia de otras épocas, hoy no se necesita una orden directa para silenciar una voz. Basta con invisibilizar contenidos mediante shadow banning, penalizaciones algorítmicas o etiquetas automáticas que reducen el alcance de publicaciones críticas. Esto ha generado una forma de autocensura cada vez más frecuente entre creadores, periodistas y usuarios comunes.
Además, la colaboración entre gobierno y grandes tecnológicas, como revelaron documentos judiciales recientes, ha establecido canales informales para solicitar la moderación de ciertos temas sensibles, lo que reaviva el debate sobre la línea que separa regulación de censura.
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Estados Unidos redefine sus libertades digitales
El contexto estadounidense es especialmente significativo por su influencia global. Cuando plataformas como Meta, X (antes Twitter) o TikTok cambian sus políticas internas para alinearse con nuevas normativas, el efecto se extiende más allá de sus fronteras, impactando a millones de usuarios en América Latina y otras regiones.
La Electronic Frontier Foundation y otras voces expertas advierten que esta tendencia puede establecer un precedente peligroso. La narrativa de protección, aunque legítima, no puede justificar un regreso encubierto a códigos morales propios de la era victoriana.












